Wednesday, December 28, 2005

El Amor en los Tiempos del Cólera









El año de mis noventas años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen.

Un viejo periodista decide festejar sus noventa años a lo grande, dándose un regalo que le hará sentir que todavia está vivo: una jovencita. En el prostíbulo de un pintoresco pueblo, ve a la jovencita de espaldas, completamente desnuda, y su vida cambia radicálmente. Ahora que la conoce se encuentra a punto de morir, pero no de viejo, sino de amor.



Gabriel García Márquez nació en 1928 en Aracataca, un pueblo en la Región Norte de Colombia, con el sueño de convertirse en escritor como Kafka, sus sueños lo llevaron a escribir La Jirafa, una nota diara en el periódico EL Heraldo de Barranquilla. Y asi siguió soñando durante varios años en convertirse en un gran Escritor.


EL HOMBRE QUE SUEÑA ESTA VIVO EN VIDA.



Llegar a donde llegó García Márquez no fue nada fácil, le tocó luchar contra los molinos de viento, contra toda posibilidad a favor; pero Ser Premio Nobel de la Literatura eso no se podía desear ni en sueños, era un imposible ; era más adsequible llegar a Marte, que un vendedor de libros de Pueblo en Pueblo, se convirtiese en el Premio Nobel de Literatura en 1982.



Un rebelde que se retiró de la carrera de Leyes para dedicarse al Periodismo, contra los deseos de su Padre queriéndolo ver hecho un abogado.

Con la idea fija de escribrir en periódicos, de querer convertirse en escritor, fué asi como terminó en México, encerrado en una habitación sin nada que comer, sin dinero con que pagar la renta durante ocho meses, con la esperanza de que su libro se publicara. Viviéndo solo del Amor de Mercedes, la mujer que todo genio tiene atrás de sus espaldas. Asi como Adán tenia a Eva detrás de sus costillas. El Amor de una gran mujer es el alimento que preserva la Esperanza.



En 1966, García Márquez, a los 40 años, estaba corrigiendo las pruebas de una novela de 490 páginas, que daría mucho de qué hablar. Hay razones para creer que Cien Años de Soledad será la mejor novela escrita en el siglo XX.

Cien Años de Soledad se vendió como pan calientes en las esquinas. La tirada inicial de 8.000 ejemplares le pareció una exageración a García Márquez, y se agotó en 15 días. Una segunda edición de 10.000 ejemplares dejó a la Editorial sin papel y sin cupos de imprenta, por lo que durante dos meses toda América Latina hablaba de Cien Años de Soledad, sin que la gente pudiera comprarla, ya que no estaban en las librerías.

Mi gran frustración fue por la edad en que llegué a Sucre.Me faltaban todavía tres meses para cruzar la línea fatídica de los trece años, y en la casa ya no me soportaban como niño pero tampoco me reconocían como adulto, y en aquel limbo de la edad terminé por ser el único de los hermanos que no aprendió a nadar. No sabían si sentarme a la mesa de los pequeños o a la de los grandes. Las mujeres del servicio ya no se cambiaban la ropa delante de mí ni con las luces apagadas, pero una de ellas durmió desnuda varias veces en mi cama sin perturbarme el sueño. No había tenido tiempo de saciarme con aquel desafuero del libre albedrío cuando tuve que volver a Barranquilla en enero del año siguiente para empezar el bachillerato, porque en Sucre no había un colegio bastante para las calificaciones excelentes del maestro Casalins.

"LAS MUJERES DEL SERVICIO YA NO SE CAMBIABAN LA ROPA DELANTE DE MÍ NI CON LAS LUCES APAGADAS, PERO UNA DE ELLAS DURMIÓ DESNUDA VARIAS VECES EN MI CAMA SIN PERTURBARME EL SUEÑO".

Al cabo de largas discusiones y consultas, con muy escasa participación mía, mis padres se decidieron por el colegio San José de la Compañía de Jesús en Barranquilla. No me explico de dónde sacaron tantos recursos en tan pocos meses, si la farmacia y el consultorio homeopático estaban todavía por verse. Mi madre dio siempre una razón que no requería pruebas: . En los gastos de la mudanza debía de estar prevista la instalación y el sostén de la familia, pero no mis avíos de colegio. De no tener sino un par de zapatos rotos y una muda de ropa que usaba mientras me lavaban la otra, mi madre me equipó de ropa nueva con un baúl del tamaño de un catafalco sin prever que en seis meses ya habría crecido una cuarta. Fue también ella quien decidió por su cuenta que empezara a usar los pantalones largos, contra la disposición social acatada por mi padre de que no podían llevarse mientras no se empezara a cambiar de voz.

La verdad es que en las discusiones sobre la educación de cada hijo me sostuvo siempre la ilusión de que papá, en una de sus rabias homéricas, decretara que ninguno de nosotros volviera al colegio. No era imposible. Él mismo fue un autodidacta por la fuerza mayor de su pobreza, y su padre estaba inspirado por la moral de acero de don Fernando VII, que proclamaba la enseñanza individual en casa para preservar la integridad de la familia.Yo le temía al colegio como a un calabozo, me espantaba la sola idea de vivir sometido al régimen de una campana, pero también era mi única posibilidad de gozar de mi vida libre desde los trece años, en buenas relaciones con la familia, pero lejos de su orden, de su entusiasmo demográfico, de sus días azarosos, y leyendo sin tomar aliento hasta donde me alcanzara la luz.

Mi único argumento contra el colegio San José, uno de los más exigentes y costosos del Caribe, era su disciplina marcial, pero mi madre me paró con un alfil: . Cuando ya no hubo retroceso posible, mi padre se lavó las manos:

-Conste que yo no dije ni que sí ni que no.

Él habría preferido el colegio Americano para que aprendiera inglés, pero mi madre lo descartó con la razón viciada de que era un cubil de luteranos. Hoy tengo que admitir en honor de mi padre que una de las fallas de mi vida de escritor ha sido no hablar inglés.

"ÉL HABRÍA PREFERIDO EL COLEGIO AMERICANO PARA QUE APRENDIERA INGLÉS, PERO MI MADRE LO DESCARTÓ CON LA RAZÓN VICIADA DE QUE ERA UN CUBIL DE LUTERANOS".

Volver a ver Barranquilla desde el puente del mismo Capitán de Caro en que habíamos viajado tres meses antes, me turbó el corazón como si hubiera presentido que regresaba solo a la vida real. Por fortuna, mis padres me habían hecho arreglos de alojamiento y comida con mi primo José María Valdeblánquez y su esposa Hortensia, jóvenes y simpáticos, que compartieron conmigo su vida apacible en un salón sencillo, un dormitorio y un patiecito empedrado que siempre estaba en sombras por la ropa puesta a secar en alambres. Dormían en el cuarto con su niña de seis meses.Yo dormía en el sofá de la sala, que de noche se transformaba en cama.

El colegio San José estaba a unas seis cuadras, en un parque de almendros donde había estado el cementerio más antiguo de la ciudad y todavía se encontraban huesecillos sueltos y piltrafas de ropa muerta a ras del empedrado. El día en que entré al patio principal había una ceremonia del primer año, con el uniforme dominical de pantalones blancos y saco de paño azul, y no pude reprimir el terror de que ellos supieran todo lo que yo ignoraba. Pero pronto me di cuenta de que estaban tan crudos y asustados como yo, ante las incertidumbres del porvenir.

Un fantasma personal fue el hermano Pedro Reyes, prefecto de la división elemental, quien se empeñó en convencer a los superiores del colegio de que yo no estaba preparado para el bachillerato. Se convirtió en una conduerma que me salía al paso en los lugares menos pensados, y me hacía exámenes instantáneos con emboscadas diabólicas: , me preguntaba sin tiempo para pensar. O esta otra trampa maldita: le pusiéramos al ecuador un cinturón de oro de cincuenta centímetros de espesor, ¿cuánto aumentaría el peso de la Tierra?. No atinaba ni en una, aunque supiera las respuestas, porque la lengua me trastabillaba de pavor como mi primer día en el teléfono. Era un terror fundado porque el hermano Reyes tenía razón.Yo no estaba preparado para el bachillerato, pero no podía renunciar a la suerte de que me hubieran recibido sin examen. Temblaba sólo de verlo. Algunos compañeros le daban interpretaciones maliciosas al asedio pero no tuve motivos para pensarlo. Además, la conciencia me ayudaba porque mi primer examen oral lo aprobé sin oposición cuando recité como agua corriente a fray Luis de León y dibujé en el tablero con tizas de colores un Cristo que parecía en carne viva. El tribunal quedó tan complacido que se olvidó también de la aritmética y la historia patria.

El problema con el hermano Reyes se arregló porque en Semana Santa necesitó unos dibujos para su clase de botánica y se los hice sin parpadear. No sólo desistió de su asedio, sino que a veces se entretenía en los recreos para enseñarme las respuestas bien fundadas de las preguntas que no había podido contestarle, o de algunas más raras que luego aparecían como por casualidad en los exámenes siguientes de mi primer año. Sin embargo, cada vez que me encontraba en grupo se burlaba muerto de risa de que yo era el único de tercero elemental al que le iba bien en el bachillerato. Hoy me doy cuenta de que tenía razón. Sobre todo por la ortografía, que fue mi calvario a todo lo largo de mis estudios y sigue asustando a los correctores de mis originales. Los más benévolos se consuelan con creer que son torpezas de mecanógrafo.

"CADA VEZ QUE ME ENCONTRABA EN GRUPO SE BURLABA MUERTO DE RISA DE QUE YO ERA EL ÚNICO DE TERCERO ELEMENTAL AL QUE LE IBA BIEN EN EL BACHILLERATO".

Un alivio en mis sobresaltos fue el nombramiento del pintor y escritor Héctor Rojas Herazo en la cátedra de dibujo. Debía tener unos veinte años. Entró en el aula acompañado por el padre prefecto, y su saludo resonó como un portazo en el bochorno de las tres de la tarde. Tenía la belleza y la elegancia fácil de un artista de cine, con una chaqueta de pelo de camello, muy ceñida, y con botones dorados, chaleco de fantasía y una corbata de seda estampada. Pero lo más insólito era el sombrero melón, con treinta grados a la sombra. Era tan alto como el dintel, de modo que debía inclinarse para dibujar en el tablero. A su lado, el padre prefecto parecía abandonado de la mano de Dios.

De entrada se vio que no tenía método ni paciencia para la enseñanza, pero su humor malicioso nos mantenía en vilo, como nos asombraban los dibujos magistrales que pintaba en el tablero con tizas de colores. No duró más de tres meses en la cátedra, nunca supimos por qué, pero era presumible que su pedagogía mundana no se compadeciera con el orden mental de la Compañía de Jesús.

Desde mis comienzos en el colegio gané fama de poeta, primero por la facilidad con que me aprendía de memoria y recitaba a voz en cuello los poemas de clásicos y románticos españoles de los libros de texto, y después por las sátiras en versos rimados que dedicaba a mis compañeros de clase en la revista del colegio. No los habría escrito o les habría prestado un poco más de atención si hubiera imaginado que iban a merecer la gloria de la letra impresa. Pues en realidad eran sátiras amables que circulaban en papelitos furtivos en las aulas soporíferas de las dos de la tarde. El padre Luis Posada -prefecto de la segunda división- capturó uno, lo leyó con ceño adusto y me soltó la reprimenda de rigor, pero se lo guardó en el bolsillo. El padre Arturo Mejía me citó entonces en su oficina para proponerme que las sátiras decomisadas se publicaran en la revista Juventud, órgano oficial de los alumnos del colegio. Mi reacción inmediata fue un retortijón de sorpresa, vergüenza y felicidad, que resolví con un rechazo nada convincente:

-Son bobadas mías.

El padre Mejía tomó nota de la respuesta, y publicó los versos con ese título -- y con la firma de Gabito, en el número siguiente de la revista y con la autorización de las víctimas. En dos números sucesivos tuve que publicar otra serie a petición de mis compañeros de clase. De modo que esos versos infantiles -quiéralo o no- son en rigor mi opera prima.

El vicio de leer lo que me cayera en las manos ocupaba mi tiempo libre y casi todo el de las clases. Podía recitar poemas completos del repertorio popular que entonces eran de uso corriente en Colombia, y los más hermosos del Siglo de Oro y el romanticismo españoles, muchos de ellos aprendidos en los mismos textos del colegio. Estos conocimientos extemporáneos a mi edad exasperaban a los maestros, pues cada vez que me hacían en clase alguna pregunta mortal les contestaba con una cita literaria o alguna idea libresca que ellos no estaban en condiciones de evaluar. El padre Mejía lo dijo: , por no decir insoportable. Nunca tuve que forzar la memoria, pues los poemas y algunos trozos de buena prosa clásica se me quedaban grabados en tres o cuatro relecturas. El primer estilógrafo que tuve se lo gané al padre prefecto porque le recité sin tropiezos las cincuenta y siete décimas de de Gaspar Núñez de Arce.

Leía en las clases, con el libro abierto sobre las rodillas, y con tal descaro que mi impunidad sólo parecía posible por la complicidad de los maestros. Lo único que no logré con mis marrullerías bien rimadas fue que me perdonaran la misa diaria a las siete de la mañana. Además de escribir mis bobadas, hacía de solista en el coro, dibujaba caricaturas de burla, recitaba poemas en las sesiones solemnes, y tantas cosas más fuera de horas y lugar, que nadie entendía a qué horas estudiaba. La razón era la más simple: no estudiaba.

En medio de tanto dinamismo superfluo, todavía no entiendo por qué los maestros se ocupaban tanto de mí sin dar voces de escándalo por mi mala ortografía. Al contrario de mi madre, que le escondía a papá algunas de mis cartas para mantenerlo vivo, y otras me las devolvía corregidas y a veces con sus parabienes por ciertos progresos gramaticales y el buen uso de las palabras. Pero al cabo de dos años no hubo mejoras a la vista. Hoy mi problema sigue siendo el mismo: nunca pude entender por qué se admiten letras mudas o dos letras distintas con el mismo sonido, y tantas otras normas ociosas.

"EN MEDIO DE TANTO DINAMISMO SUPERFLUO, TODAVÍA NO ENTIENDO POR QUÉ LOS MAESTROS SE OCUPABAN TANTO DE MÍ SIN DAR VOCES DE ESCÁNDALO POR MI MALA ORTOGRAFÍA".

Fue así como me descubrí una vocación que me iba a acompañar toda la vida: el gusto de conversar con alumnos mayores que yo. Aún hoy, en reuniones de jóvenes que podrían ser mis nietos, tengo que hacer un esfuerzo para no sentirme menor que ellos.Así me hice amigo de dos condiscípulos mayores que más tarde fueron mis compañeros en trechos históricos de mi vida. El uno era Juan B. Fernández, hijo de uno de los tres fundadores y propietarios del periódico El Heraldo,en Barranquilla, donde hice mis primeros chapuzones de prensa, y donde él se formó desde sus primeras letras hasta la dirección general. El otro era Enrique Scopell, hijo de un fotógrafo cubano legendario en la ciudad, y él mismo reportero gráfico. Sin embargo, mi gratitud con él no fue tanto por nuestros trabajos comunes en la prensa, sino por su oficio de curtidor de pieles salvajes que exportaba para medio mundo. En alguno de mis primeros viajes al exterior me regaló la de un caimán de tres metros de largo.

-Esta piel cuesta un dineral -me dijo sin dramatismos-, pero te aconsejo que no la vendas mientras no sientas que te vas a morir de hambre.

Todavía me pregunto hasta qué punto el sabio Quique Scopell sabía que estaba dándome un amuleto eterno, pues en realidad habría tenido que venderla muchas veces en mis años de faminas recurrentes. Sin embargo, todavía la conservo, polvorienta y casi petrificada, porque desde que la llevo en la maleta por el mundo entero no volvió a faltarme un centavo para comer.

Los maestros jesuitas, tan severos en clases, eran distintos en los recreos, donde nos enseñaban lo que no decían dentro y se desahogaban con lo que en realidad hubieran querido enseñar. Hasta donde era posible a mi edad, creo recordar que esa diferencia se notaba demasiado y nos ayudaba más. El padre Luis Posada, un cachaco muy joven de mentalidad progresista, que trabajó muchos años en sectores sindicales, tenía un archivo de tarjetas con toda clase de pistas enciclopédicas comprimidas, en especial sobre libros y autores. El padre Ignacio Zaldívar era un vasco montañés que seguí frecuentando en Cartagena hasta su buena vejez en el convento de San Pedro Claver. El padre Eduardo Núñez tenía ya muy avanzada una historia monumental de la literatura colombiana, de cuya suerte nunca tuve noticia. El viejo padre Manuel Hidalgo, maestro de canto, ya muy mayor, detectaba las vocaciones por su cuenta y se permitía incursiones en músicas paganas que no estaban previstas.

"LOS MAESTROS JESUITAS, TAN SEVEROS EN CLASES, ERAN DISTINTOS EN LOS RECREOS, DONDE NOS ENSEÑABAN LO QUE NO DECÍAN DENTRO Y SE DESAHOGABAN CON LO QUE EN REALIDAD HUBIERAN QUERIDO ENSEÑAR".

Con el padre Pieschacón, el rector, tuve algunas charlas casuales, y de ellas me quedó la certidumbre de que me veía como a un adulto, no sólo por los temas que se planteaban sino por sus explicaciones atrevidas. En mi vida fue decisivo para clarificar la concepción sobre el cielo y el infierno, que no lograba conciliar con los datos del catecismo por simples obstáculos geográficos. Contra esos dogmas el rector me alivió con sus ideas audaces. El cielo era, sin más complicaciones teológicas, la presencia de Dios. El infierno, por supuesto, era lo contrario. Pero en dos ocasiones me confesó su problema de que , pero no lograba explicarlo. Más por esas lecciones en los recreos que por las clases formales, terminé el año con el pecho acorazado de medallas.

Mis primeras vacaciones en Sucre empezaron un domingo a las cuatro de la tarde, en un muelle adornado con guirnaldas y globos de colores, y una plaza convertida en un bazar de Pascua. No bien pisé tierra firme, una muchacha muy bella, rubia y de una espontaneidad abrumadora se colgó de mi cuello y me sofocó a besos. Era mi hermana Carmen Rosa, la hija de mi papá antes de su matrimonio, que había ido a pasar una temporada con su familia desconocida. También llegó en esa ocasión otro hijo de papá, Abelardo, un buen sastre de oficio que instaló su taller a un lado de la plaza mayor y fue mi maestro de vida en la pubertad.

La casa nueva y recién amueblada tenía un aire de fiesta y un hermano nuevo: Jaime, nacido en mayo bajo el buen signo de Géminis, y además seismesino. No lo supe hasta la llegada, pues los padres parecían resueltos a moderar los nacimientos anuales, pero mi madre se apresuró a explicarme que aquél era un tributo a santa Rita por la prosperidad que había entrado en la casa. Estaba rejuvenecida y alegre, más cantora que siempre, y papá flotaba en un aire de buen humor, con el consultorio repleto y la farmacia bien surtida, sobre todo los domingos en que llegaban los pacientes de los montes vecinos. No sé si supo nunca que aquella afluencia obedecía en efecto a su fama de buen curador, aunque la gente del campo no se la atribuía a las virtudes homeopáticas de sus globulitos de azúcar y sus aguas prodigiosas, sino a sus buenas artes de brujo.

NO SÉ SI SUPO NUNCA QUE AQUELLA AFLUENCIA OBEDECÍA EN EFECTO A SU FAMA DE BUEN CURADOR, AUNQUE LA GENTE DEL CAMPO NO SE LA ATRIBUÍA A LAS VIRTUDES HOMEOPÁTICAS DE SUS GLOBULITOS DE AZÚCAR Y SUS AGUAS PRODIGIOSAS, SINO A SUS BUENAS ARTES DE BRUJO.

Sucre estaba mejor que en el recuerdo, por la tradición de que en las fiestas de Navidad la población se dividía en sus dos grandes barrios: Zulia, al sur, y Congoveo, al norte. Aparte de otros desafíos secundarios, se establecía un concurso de carrozas alegóricas que representaban en torneos artísticos la rivalidad histórica de los barrios. En la Nochebuena, por fin, se concentraban en la plaza principal, en medio de grandes controversias, y el público decidía cuál de los dos barrios era el vencedor del año.

Carmen Rosa contribuyó desde su llegada a un nuevo esplendor de la Pascua. Era moderna y coqueta, y se hizo la dueña de los bailes con una cauda de pretendientes alborotados. Mi madre, tan celosa de sus hijas, no lo era con ella, y por el contrario le facilitaba los noviazgos que introdujeron una nota insólita en la casa. Fue una relación de cómplices, como nunca la tuvo mi madre con sus propias hijas. Abelardo, por su parte, resolvió su vida de otro modo, en un taller de un solo espacio dividido por un cancel. Como sastre le fue bien, pero no tan bien como le fue con su parsimonia de garañón, pues más era el tiempo que se le iba bien acompañado en la cama detrás del cancel, que solo y aburrido en la máquina de coser.

Mi padre tuvo en aquellas vacaciones la rara idea de prepararme para los negocios. , me advirtió. Lo primero fue enseñarme a cobrar a domicilio las deudas de la farmacia. Un día de ésos me mandó a cobrar varias de La Hora, un burdel sin prejuicios en las afueras del pueblo.

Me asomé por la puerta entreabierta de un cuarto que daba a la calle, y vi a una de las mujeres de la casa durmiendo la siesta en una cama de viento, descalza y con una combinación que no alcanzaba a taparle los muslos. Antes de que le hablara se sentó en la cama, me miró adormilada y me preguntó qué quería. Le dije que llevaba un recado de mi padre para don Eligio Molina, el propietario. Pero en vez de orientarme me ordenó que entrara y pusiera la tranca en la puerta, y me hizo con el índice una señal que me lo dijo todo:

-Ven acá.

Allá fui, y a medida que me acercaba, su respiración afanada iba llenando el cuarto como una creciente de río, hasta que pudo agarrarme del brazo con la mano derecha y me deslizó la izquierda dentro de la bragueta. Sentí un terror delicioso.

-Así que tú eres hijo del doctor de los globulitos -me dijo, mientras me toqueteaba por dentro del pantalón con cinco dedos ágiles que se sentían como si fueran diez. Me quitó el pantalón sin dejar de susurrarme palabras tibias en el oído, se sacó la combinación por la cabeza y se tendió bocarriba en la cama con sólo el calzón de flores coloradas-. Éste sí me lo quitas tú -me dijo-. Es tu deber de hombre.

Le zafé la jareta, pero en la prisa no pude quitárselo, y tuvo que ayudarme con las piernas bien estiradas y un movimiento rápido de nadadora. Después me levantó en vilo por los sobacos y me puso encima de ella al modo académico del misionero. El resto lo hizo de su cuenta, hasta que me morí solo encima de ella, chapaleando en la sopa de cebollas de sus muslos de potranca.

"EL RESTO LO HIZO DE SU CUENTA, HASTA QUE ME MORÍ SOLO ENCIMA DE ELLA, CHAPALEANDO EN LA SOPA DE CEBOLLAS DE SUS MUSLOS DE POTRANCA".

Se reposó en silencio, de medio lado, mirándome fijo a los ojos y yo le sostenía la mirada con la ilusión de volver a empezar, ahora sin susto y con más tiempo. De pronto me dijo que no me cobraba los dos pesos de su servicio porque yo no iba preparado. Luego se tendió bocarriba y me escrutó la cara.

-Además -me dijo-, eres el hermano juicioso de Luis Enrique, ¿no es cierto? Tienen la misma voz.

Tuve la inocencia de preguntarle por qué lo conocía.

-No seas bobo -se rió ella-. Si hasta tengo aquí un calzoncillo suyo que le tuve que lavar la última vez.

Me pareció una exageración por la edad de mi hermano, pero cuando me lo mostró me di cuenta de que era cierto. Luego saltó desnuda de la cama con una gracia de ballet, y mientras se vestía me explicó que en la puerta siguiente de la casa, a la izquierda, estaba don Eligio Molina. Por fin me preguntó:

-¿Es tu primera vez, no es cierto?

El corazón me dio un salto.

-Qué va -le mentí-, llevo ya como siete.

-De todos modos -dijo ella con un gesto de ironía-, deberías decirle a tu hermano que te enseñe un poquito.

El estreno me dio un impulso vital. Las vacaciones eran de diciembre a febrero, y me pregunté cuántas veces dos pesos debería conseguir para volver con ella.

EL ESTRENO ME DIO UN IMPULSO VITAL. LAS VACACIONES ERAN DE DICIEMBRE A FEBRERO, Y ME PREGUNTÉ CUÁNTAS VECES DOS PESOS DEBERÍA CONSEGUIR PARA VOLVER CON ELLA.

Mi hermano Luis Enrique, que ya era un veterano del cuerpo, se reventaba de risa porque alguien de nuestra edad tuviera que pagar por algo que hacían dos al mismo tiempo y los hacía felices a ambos.

Dentro del espíritu feudal de La Mojana, los señores de la tierra se complacían en estrenar a las vírgenes de sus feudos y después de unas cuantas noches de mal uso las dejaban a merced de su suerte. Había para escoger entre las que salían a cazarnos en la plaza después de los bailes. Sin embargo, todavía en aquellas vacaciones me causaban el mismo miedo que el teléfono y las veía pasar como nubes en el agua. No tenía un instante de sosiego por la desolación que me dejó en el cuerpo mi primera aventura casual. Todavía hoy no creo que sea exagerado creer que ésa fuera la causa del ríspido estado de ánimo con que regresé al colegio, y obnubilado por completo por un disparate genial del poeta bogotano don José Manuel Marroquín, que enloquecía al auditorio desde la primera estrofa:

Ahora que los ladros perran, ahora que los cantos gallan,

ahora que albando la toca las altas suenas campanan;

y que los rebuznos burran y que los gorjeos pájaran,

y que los silbos serenan y que los gruños marranan,

y que la aurorada rosa los extensos doros campa,

perlando líquidas viertas cual yo lágrimo derramas

y friando de tirito si bien el abrasa almada,

vengo a suspirar mis lanzos ventano de tus debajas.

No sólo introducía el desorden por donde pasaba recitando las ristras interminables del poema, sino que aprendí a hablar con la fluidez de un nativo de quién sabe dónde. Me sucedía con frecuencia: contestaba cualquier cosa, pero casi siempre era tan extraña o divertida, que los maestros se escabullían.Alguien debió inquietarse por mi salud mental, cuando le di en un examen una respuesta acertada, pero indescifrable al primer golpe. No recuerdo que hubiera algo de mala fe en esas bromas fáciles que a todos divertían.

Me llamó la atención que los curas me hablaban como si hubiera perdido la razón, y yo les seguía la corriente. Otro motivo de alarma fue que inventé parodias de los corales sacros con letras paganas que por fortuna nadie entendió. Mi acudiente, de acuerdo con mis padres, me llevó con un especialista que me hizo un examen agotador pero muy divertido, porque además de su rapidez mental tenía una simpatía personal y un método irresistibles. Me hizo leer una cartilla con frases enrevesadas que yo debía enderezar. Lo hice con tanto entusiasmo, que el médico no resistió la tentación de inmiscuirse en mi juego, y se nos ocurrieron pruebas tan ingeniosas que tomó notas para incorporarlas a sus exámenes futuros.Al término de una indagatoria minuciosa de mis costumbres me preguntó cuántas veces me masturbaba. Le contesté lo primero que se me ocurrió: nunca me había atrevido. No me creyó, pero me comentó como al descuido que el miedo era un factor negativo para la salud sexual, y su misma incredulidad me pareció más bien una incitación. Me pareció un hombre estupendo, al que quise ver de adulto cuando ya era periodista en El Heraldo, para que me contara las conclusiones privadas que había sacado de mi examen, y lo único que supe fue que se había mudado a los Estados Unidos desde hacía años. Uno de sus antiguos compañeros fue más explícito y me dijo con un gran afecto que no tenía nada de raro que estuviera en un manicomio de Chicago, porque siempre le pareció peor que sus pacientes.

"NO ME CREYÓ, PERO ME COMENTÓ COMO AL DESCUIDO QUE EL MIEDO ERA UN FACTOR NEGATIVO PARA LA SALUD SEXUAL, Y SU MISMA INCREDULIDAD ME PARECIÓ MÁS BIEN UNA INCITACIÓN".

El diagnóstico fue una fatiga nerviosa agravada por leer después de las comidas. Me recomendó un reposo absoluto de dos horas durante la digestión, y una actividad física más fuerte que los deportes de rigor. Todavía me sorprende la seriedad con que mis padres y mis maestros tomaron sus órdenes. Me reglamentaron las lecturas, y más de una vez me quitaron el libro cuando me encontraron leyendo en clase por debajo del pupitre. Me dispensaron de las materias difíciles y me obligaron a tener más actividad física de varias horas diarias. Así, mientras los demás estaban en clase, yo jugaba solo en el patio de basquetbol haciendo canastas bobas y recitando de memoria. Mis compañeros de clase se dividieron desde el primer momento: los que en realidad pensaban que había estado loco desde siempre, los que creían que me hacía el loco para gozar la vida y los que siguieron tratándome sobre la base de que los locos eran los maestros. De entonces viene la versión de que fui expulsado del colegio porque le tiré un tintero al maestro de aritmética mientras escribía ejercicios de regla de tres en el tablero. Por fortuna, papá lo entendió de un modo simple y decidió que volviera a casa sin terminar el año ni gastarle más tiempo y dinero a una molestia que sólo podía ser una afección hepática.

Para mi hermano Abelardo, en cambio, no había problemas de la vida que no se resolvieran en la cama. Mientras mis hermanas me daban tratamientos de compasión, él me enseñó la receta mágica desde que me vio entrar en su taller:

-A ti lo que te hace falta es una buena pierna.

Lo tomó tan en serio que casi todos los días se iba media hora al billar de la esquina y me dejaba detrás del cancel de la sastrería con amigas suyas de todos los pelajes, y nunca con la misma. Fue una temporada de desafueros creativos, que parecieron confirmar el diagnóstico clínico de Abelardo, pues al año siguiente volví al colegio en mi sano juicio.



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